“Ya no le amo”, “No es la misma persona que aquella con quien me casé”, “De pronto me di cuenta de que no sentía nada por él / ella”, “Antes era un encanto conmigo y ahora parece que soy lo último de sus prioridades”..., son algunas de las frases que oímos en boca de aquellos que han decidido romper su relación de pareja.
Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Hay algo en común en todas ellas que nos pueda desvelar el proceso de deterioro de la unión? ¿Qué es lo que hizo que cambiaran como del día a la noche? ¿Es posible hallar algún método que pueda ser preventivo de ese quebranto?
Para encontrar las respuestas oportunas antes hemos de remontarnos al momento en el que se estableció la relación, identificar los factores que la hicieron posible, y comprobar su evolución a lo largo del tiempo.
¿Por qué los humanos no nos emparejamos por sorteo? Por la sencilla razón de que no nos da lo mismo una persona que otra. ¿Y por que es así? Porque lo que recibimos de quien elegimos como nuestra pareja no lo obtenemos de nadie más.
En nuestra búsqueda nos hemos topado con un elemento esencial de la relación amorosa: En el caminar por la vida hallamos a una persona que nos proporciona lo que nosotros deseamos recibir, a ella le ocurre lo mismo con nosotros, y por eso nos unimos.
“Sentimos un flechazo mutuo”, “Después de conocernos ya no podíamos vivir el uno sin el otro”, “Hubo un momento en el que supe que era el hombre [la mujer] de mi vida”... Podemos comprobar como tras la hojarasca verbal que los humanos empleamos para explicar el porqué nos emparejamos se halla el que ambas partes han encontrado en el otro a la persona que satisface sus expectativas.
Para que se entienda mejor la situación voy a intentar explicarla por medio de una parábola: “La elección de pareja es semejante a un mercader que coloca en uno de los platillos de su balanza el peso de la perla que desea adquirir, y así va con ella por los mercados haciendo que la gente le ponga sus perlas en el otro plato, y cuando encuentra una que equilibra los brazos de la balanza, va y la compra”.
Cada una de las partes de la pareja coloca “sus valores” en uno de los “platillos de la balanza”, cuando se alcanza un equilibrio, para ambos, se establece la relación. Pero cada día trae su propio afán, por lo que siempre hay que mantener ese estado.
He aquí un secreto para hacer duradera la unión amorosa: continuar dando y recibiendo lo suficiente para que los platillos de la balanza sigan equilibrados. Para lograrlo cada una de las partes han de trabajar en un doble sentido. Por un lado ha de hacer ver al otro aquello en lo que le está decepcionando, y a la vez, en lo que le toca, tiene que descubrir y esforzarse en aportar lo necesario para que el equilibrio se mantenga.
Conclusiones prácticas: Siempre, siempre, siempre, hay que mostrar a la otra parte lo que nos molesta de su conducta. Por supuesto debemos buscar el momento oportuno para hacerlo (no cuando estamos indignados), pero nunca nos debemos callar. Y simultáneamente hemos de valorar mucho lo que el otro crítica de nosotros, para después aplicarnos en ponerle remedio.
Veamos un ejemplo. Una mujer aprecia como elemento esencial de su enamoramiento lo cariñoso y sensible que es su novio. Se emparejan, y al poco tiempo las frustraciones profesionales, y de otro tipo, hacen que su marido vuelva frecuentemente a casa con un humor de perros, que paga con ella en contestaciones impropias y faltas de delicadeza, lo que para la mujer desequilibra a pasos agigantados la relación. Si ella se calla esas heridas por no pasar un mal rato, o porque cree que no es para tanto, o porque piensa que esa situación cesará cuando a él le hagan fijo en el trabajo, o por otra justificación semejante, lo único que consigue es que su pareja desconozca el daño que le infringe, lo que le impide evitarlo; y a la larga esa situación acabará en que la mujer sólo se sentirá feliz el tiempo en que su marido no se encuentra con ella, lo que ya son las puertas de la separación. Y a la vez que le cuenta lo que le duele de él, ha de buscar maneras de hacerle feliz para que así la balanza siga equilibrada con respecto a la parte que a ella le corresponde (preparándole comidas de su gusto, manteniendo la casa ordenada, escuchándole sus problemas, no devolviendo agresividad con agresividad, etc.).
Son recetas, a la par que sencillas, tremendamente eficaces, pero claro, partimos del supuesto de que ambos quieren trabajar por mantener la relación. Si uno de ellos deja de rellenar el platillo de la balanza, la separación está cantada. Pero a la vez es raro que alguien sea reticente en no colaborar si se le hace ver bien la importancia que su negligencia va a tener en el futuro.
Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Hay algo en común en todas ellas que nos pueda desvelar el proceso de deterioro de la unión? ¿Qué es lo que hizo que cambiaran como del día a la noche? ¿Es posible hallar algún método que pueda ser preventivo de ese quebranto?
Para encontrar las respuestas oportunas antes hemos de remontarnos al momento en el que se estableció la relación, identificar los factores que la hicieron posible, y comprobar su evolución a lo largo del tiempo.
¿Por qué los humanos no nos emparejamos por sorteo? Por la sencilla razón de que no nos da lo mismo una persona que otra. ¿Y por que es así? Porque lo que recibimos de quien elegimos como nuestra pareja no lo obtenemos de nadie más.
En nuestra búsqueda nos hemos topado con un elemento esencial de la relación amorosa: En el caminar por la vida hallamos a una persona que nos proporciona lo que nosotros deseamos recibir, a ella le ocurre lo mismo con nosotros, y por eso nos unimos.
“Sentimos un flechazo mutuo”, “Después de conocernos ya no podíamos vivir el uno sin el otro”, “Hubo un momento en el que supe que era el hombre [la mujer] de mi vida”... Podemos comprobar como tras la hojarasca verbal que los humanos empleamos para explicar el porqué nos emparejamos se halla el que ambas partes han encontrado en el otro a la persona que satisface sus expectativas.
Para que se entienda mejor la situación voy a intentar explicarla por medio de una parábola: “La elección de pareja es semejante a un mercader que coloca en uno de los platillos de su balanza el peso de la perla que desea adquirir, y así va con ella por los mercados haciendo que la gente le ponga sus perlas en el otro plato, y cuando encuentra una que equilibra los brazos de la balanza, va y la compra”.
Cada una de las partes de la pareja coloca “sus valores” en uno de los “platillos de la balanza”, cuando se alcanza un equilibrio, para ambos, se establece la relación. Pero cada día trae su propio afán, por lo que siempre hay que mantener ese estado.
He aquí un secreto para hacer duradera la unión amorosa: continuar dando y recibiendo lo suficiente para que los platillos de la balanza sigan equilibrados. Para lograrlo cada una de las partes han de trabajar en un doble sentido. Por un lado ha de hacer ver al otro aquello en lo que le está decepcionando, y a la vez, en lo que le toca, tiene que descubrir y esforzarse en aportar lo necesario para que el equilibrio se mantenga.
Conclusiones prácticas: Siempre, siempre, siempre, hay que mostrar a la otra parte lo que nos molesta de su conducta. Por supuesto debemos buscar el momento oportuno para hacerlo (no cuando estamos indignados), pero nunca nos debemos callar. Y simultáneamente hemos de valorar mucho lo que el otro crítica de nosotros, para después aplicarnos en ponerle remedio.
Veamos un ejemplo. Una mujer aprecia como elemento esencial de su enamoramiento lo cariñoso y sensible que es su novio. Se emparejan, y al poco tiempo las frustraciones profesionales, y de otro tipo, hacen que su marido vuelva frecuentemente a casa con un humor de perros, que paga con ella en contestaciones impropias y faltas de delicadeza, lo que para la mujer desequilibra a pasos agigantados la relación. Si ella se calla esas heridas por no pasar un mal rato, o porque cree que no es para tanto, o porque piensa que esa situación cesará cuando a él le hagan fijo en el trabajo, o por otra justificación semejante, lo único que consigue es que su pareja desconozca el daño que le infringe, lo que le impide evitarlo; y a la larga esa situación acabará en que la mujer sólo se sentirá feliz el tiempo en que su marido no se encuentra con ella, lo que ya son las puertas de la separación. Y a la vez que le cuenta lo que le duele de él, ha de buscar maneras de hacerle feliz para que así la balanza siga equilibrada con respecto a la parte que a ella le corresponde (preparándole comidas de su gusto, manteniendo la casa ordenada, escuchándole sus problemas, no devolviendo agresividad con agresividad, etc.).
Son recetas, a la par que sencillas, tremendamente eficaces, pero claro, partimos del supuesto de que ambos quieren trabajar por mantener la relación. Si uno de ellos deja de rellenar el platillo de la balanza, la separación está cantada. Pero a la vez es raro que alguien sea reticente en no colaborar si se le hace ver bien la importancia que su negligencia va a tener en el futuro.
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