martes, 2 de enero de 2007

Defensa De Las Sectas

Mario Vargas Llosa.

En 1983 asistí en Cartagena, Colombia, a un congreso sobre medios de comunicación residido por dos intelectuales prestigiosos (Germán Arciniegas y Jacques Soustelle), en el que, además de periodistas venidos de medio mundo, había unos jóvenes incansables, dotados de esas miradas fijas y ardientes que adornan a los poseedores de la verdad. En un momento dado, hizo su aparición en el certamen, con gran revuelo de aquellos jóvenes, el reverendo Moon, jefe de la Iglesia de la Unificación, que, a través de un organismo de fachada, patrocinaba aquel congreso. Poco después, advertí que la mafia progresista añadía, a mi prontuario de iniquidades, la de haberme vendido a una siniestra secta, la de los moonies.

Como, desde que perdí la que tenía, ando buscando una fe que la reemplace, ilusionado me precipité a averiguar si la de aquel risueño y rollizo coreano que maltrataba el inglés estaba en condiciones de resolverme el problema. Y así leí el magnífico libro sobre la Iglesia de la Unificación de la profesora de la London School of Economics, Eileen Barker (a quien conocí en aquella reunión de Cartagena) que es probablemente quien ha estudiado de manera más seria y responsable el fenómeno de la proliferación de las `sectas' religiosas en este fin del milenio. Por ella supe, entre otras muchas cosas, que el reverendo Moon no sólo se considera comisionado por el Creador con la menuda responsabilidad de unir Judaísmo, Cristianismo y Budismo en una sola iglesia, sino, además, piensa ser él mismo una hipóstasis de Buda y Jesucristo. Esto, naturalmente, me descalifica del todo para integrar sus filas: si, pese a las excelentes credenciales que dos mil años de historia le conceden, me confieso totalmente incapaz de creer en la divinidad del Nazareno, difícil que la acepte en un evangelista norcoreano que ni siquiera pudo con el Internal Revenue Service de los Estados Unidos (que lo mandó un año a la cárcel por burlar impuestos). Ahora bien, si los moonies (y los 1.600 grupos y grupúsculos religiosos detectados por Inform, que dirige la profesora Barker) me dejan escéptico, también me ocurre lo mismo con quienes de un tiempo a parte se dedican a acosarlos y a pedir que los gobiernos los prohíban, con el argumento de que corrompen a la juventud, desestabilizan a las familias, esquilman a los contribuyentes y se infiltran en las instituciones del Estado. Lo que ocurre en estos días en Alemania con la Iglesia de la Cienciología da a este tema una turbadora actualidad. Como es sabido, las autoridades de algunos estados de la República Federal -Baviera, sobre todo- pretenden excluir de los puestos administrativos a miembros de aquella organización, y han llevado a cabo campañas de boicot a películas de John Travolta y Tom Cruise por ser `cienciólogos' y prohibido un concierto de Chick Corea en Baden-Wurtenerg por la misma razón.Aunque es una absurda exageración comparar estas medidas de acoso con la persecución que sufrieron los judíos durante el nazismo, como se dijo en el manifiesto de las 34 personalidades de Hollywood que protestaron por estas iniciativas contra la Cienciología en un aviso pagado en The New York Times, lo cierto es que aquellas operaciones constituyen una flagrante violación de los principios de tolerancia y pluralismo de la cultura democrática y en un peligroso precedente. Al señor Tom Cruise y a su bella esposa Nicole Kidman se les puede acusar de tener la sensibilidad estragada y un horrendo paladar literario si prefieren, a la lectura de los Evangelios, la de los engendros científico-teológicos de L. Ron Hubbard, que fundó hace cuatro décadas la Iglesia de la Cienciología, de acuerdo. Pero ¿por qué sería éste un asunto en el que tuvieran que meter su nariz las autoridades de un país cuya Constitución garantiza a los ciudadanos el derecho de creer en lo que les parezca o de no creer en nada?

El único argumento serio para prohibir o discriminar a las `sectas' no está al alcance de los regímenes democráticos; sí lo está, en cambio, en aquellas sociedades donde el poder religioso y político son uno solo y, como en Arabia Saudita o Sudán, el Estado determina cuál es la verdadera religión y se arroga por eso el derecho de prohibir las falsas y de castigar al hereje, al heterodoxo y al sacrílego, enemigos de la fe. En una sociedad abierta, eso no es posible: el Estado debe respetar las creencias particulares, por disparatadas que parezcan, sin identificarse con ninguna Iglesia, pues si lo hace inevitablemente terminará por atropellar las creencias (o la falta de) de un gran número de ciudadanos. Lo estamos viendo en estos días en Chile, una de las sociedades más modernas de América Latina que, sin embargo, en algún aspecto sigue siendo poco menos que troglodita, pues todavía no ha aprobado una ley de divorcio debido a la oposición de la influyente Iglesia Católica.

Las razones que se esgrimen contra las `sectas' son a menudo certeras. Es verdad que sus prosélitos suelen ser fanáticos y sus métodos catequizadores atosigantes (un testigo de Jehová me asedió a mí un largo año en París para que me diera el zambullón lustral, exasperándome hasta la pesadilla) y que muchas de ellas exprimen literalmente los bolsillos de sus fieles. Ahora bien: ¿no se puede decir lo mismo, con puntos y comas, de muchas `sectas' respetabilísimas de las religiones tradicionales? Los judíos ultraortodoxos de Mea Sharin, en Jerusalén que salen a apedrear los sábados a los automóviles que pasan por el barrio ¿son acaso un modelo de flexibilidad? ¿Es por ventura el Opus Dei menos estricto en la entrega que exige de sus miembros numerarios de lo que lo son, con los suyos, las formaciones evangélicas más intransigentes? Son unos ejemplos tomados al azar, entre muchísimos otros, que prueban hasta la saciedad que toda religión, la convalidada por la pátina de los siglos y milenios, la rica literatura y la sangre de los mártires, o la flamantísima, amasada en Brooklyn, Salt Lake City o Tokio y promocionada por el Internet, es potencialmente intolerante, de vocación monopólica, y que las justificaciones para limitar o impedir el funcionamiento de algunas de ellas son también válidas para todas las otras. O sea que, una de dos: o se las prohíbe a todas sin excepción, como intentaron algunos ingenuos -la Revolución Francesa, Lenin, Mao, Fidel Castro- o a todas se las autoriza, con la única exigencia de que actúen dentro de la Ley.

Ni qué decir tiene que yo soy un partidario resuelto de esta segunda opción. Y no sólo porque es un derecho humano básico el de poder practicar la fe elegida sin ser por ello discriminado ni perseguido. También porque para la inmensa mayoría de los seres humanos la religión es el único camino que conduce a la vida espiritual y a una conciencia ética, sin las cuales no hay convivencia humana, ni respeto a la legalidad, ni aquellos consensos elementales que sostienen la vida civilizada. Ha sido un gravísimo error, repetido varias veces a lo largo de la historia, creer que el conocimiento, la ciencia, la cultura, irían liberando progresivamente al hombre de las `supersticiones' de la religión, hasta que, con el progreso, ésta resultara inservible. La secularización no ha reemplazado a los dioses con ideas, saberes y convicciones que hicieran sus veces. Ha dejado un vacío espiritual que los seres humanos llenan como pueden, a veces con grotescos sucedáneos, con múltiples formas de neurosis, o escuchando el llamado de esas `sectas' que, precisamente por su carácter absorbente y exclusivista, de planificación minuciosa de todos los instantes de la vida física y espiritual, proporcionan un equilibrio y un orden a quienes se sienten confusos, solitarios y aturdidos en el mundo de hoy. En ese sentido son útiles y deberían ser no sólo respetadas, sino fomentadas. Pero, desde luego, no subsidiadas ni mantenidas con el dinero de los contribuyentes. El Estado democrático, que es y sólo puede ser laico, es decir neutral en materia religiosa, abandona esa neutralidad si, con el argumento de que una mayoría o una parte considerable de los ciudadanos profesa determinada religión, exonera a su iglesia de pagar impuestos y le concede otros privilegios de los que excluye a las creencias minoritarias. Esta política es peligrosa, porque discrimina en el ámbito subjetivo de las creencias, y estimula la corrupción institucional.

A lo más que debería llegarse en este dominio, es a lo que hizo Brasil, cuando se construía Brasilia, la nueva capital: regalar un terreno, en una avenida ad-hoc, a todas las iglesias del mundo que quisieran edificar allí un templo. Hay varias decenas, si la memoria no me engaña: grandes y ostentosos edificios, de arquitectura plural e idiosincrática, entre los cuales truena, soberbia, erizada de cúpulas y símbolos indescifrables, la catedral Rosacruz (Tomado de Piedra de Toque).

Su tesis es que o bien se les da libertad a todos los grupos de las religiones de masas que a lo largo de la historia han actuado —y actúan— como las sectas que se demonizan, o las perseguimos a todas. Le veo un fallo a su razonamiento, y es cuando dice: «O sea que, una de dos: o se las prohíbe a todas sin excepción, [...] o a todas se las autoriza, con la única exigencia de que actúen dentro de la Ley».

Está de acuerdo en que se permitan las sectas siempre que no violen la ley. Pero es que las sectas destructivas —incluidos los grupos que con las mismas prácticas operan bajo la bandera de las religiones oficiales— siempre violan la ley, cuanto menos porque violan la libertad de las personas con técnicas coercitivas de control mental, afectivo, psíquico, económico y de la información que reciben los suyos.

Pero se le puede disculpar ya que es muy difícil que lo entienda alguien que no ha estado nunca bajo la esclavitud de una secta.

Alien

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